Erradicar la corrupción y no blindarla
La Argentina se halla ante una oportunidad histórica para ponerles un freno definitivo a los escandalosos negociados con el Estado.
Es lógico que el gobierno de Mauricio Macri se preocupe por las consecuencias colaterales que el avance de la causa vinculada con los cuadernos de las coimas pueda tener en la economía y, específicamente, en los límites que la obra pública pasaría a tener en términos de financiamiento internacional. Pero es necesario insistir en que ningún argumento economicista puede ser utilizado para no combatir a fondo la corrupción y seguir facilitando la impunidad.
Por distintas razones, los argentinos estamos asistiendo al escándalo de corrupción más resonante de nuestra historia. Tanto por el gigantesco daño que se le ha hecho al erario público como por la enorme cantidad de pruebas y testimonios reunidos en la investigación que han llevado a cabo el juez Claudio Bonadio y los fiscales Carlos Stornelli y Carlos Rívolo.
El gran número de detenidos y procesados, entre exfuncionarios y empleados de la gestión kirchnerista y empresarios que representaban a compañías unidas por contratos con el Estado, habla por sí solo. Pero más allá de su dantesca dimensión, la corrupción asociada a la obra pública era solo la punta de un enorme iceberg donde los delitos contra el Estado se extendían a todas las áreas de la administración pública.
Cuando desde algunos sectores políticos o empresariales se menciona la necesidad de «encapsular» la causa derivada de los cuadernos y de los testimonios de tantos imputados colaboradores que confesaron haber pagado o recibido coimas, se oculta la intención de circunscribir el escándalo a solo un área del Estado. Lo esperable sería que se profundizaran las investigaciones y que pronto desfilaran por los tribunales otros exfuncionarios y hombres de empresas que hicieron negocios espurios a través de muchas otras dependencias estatales. Pero cabe preguntarse cuántos exfuncionarios y empresarios, tales como Aníbal Fernández, Roberto Dromi o Jorge Brito, por citar solo tres nombres emblemáticos, no estarán blindados frente a las investigaciones judiciales, del mismo modo que ciertos magistrados que no hacen honor a su función.
Así como en los últimos tiempos las investigaciones han apuntado a los Kirchner como presuntas cabezas de una asociación ilícita y al exministro de Planificación Federal Julio De Vido y sus segundos como principales ejecutores de las maniobras delictivas, no debería pasar mucho tiempo antes de que personajes vinculados a otras áreas sean indagados seriamente.
Resulta claro que los directivos de las empresas involucrados no perseguían fines filantrópicos con sus aportes ilegales; tampoco efectuar una simple contribución a la campaña política del oficialismo de turno. Detrás de cada coima había una contraprestación por parte de los funcionarios, vinculada con la adjudicación de obras públicas que, en condiciones normales, no se hubiesen obtenido y con sobreprecios que terminaban siendo pagados por toda la sociedad. Como hemos señalado ya en esta columna editorial, el argumento de que los sobornos a los funcionarios fueron pagados con las ganancias de las empresas adjudicatarias es absolutamente falaz.
En su reciente auto de procesamiento, el juez Bonadio consideró que los fondos que abonó el Estado en concepto de contrataciones de obra pública amañadas se hallaban «inflados» en perjuicio del conjunto de los argentinos, para enriquecer ilícitamente a funcionarios y empresarios corruptos.
El propósito del Poder Ejecutivo Nacional de distinguir entre los empresarios corruptos y las empresas para no frenar obras públicas no debe ser cuestionado, mientras no configure una amnistía encubierta. Es evidente que quienes pagaron coimas, aun cuando se acojan a la figura del arrepentido, deberán hacerse cargo de los daños ocasionados al erario público.
Nuestro país se enfrenta hoy a una oportunidad histórica para ponerle un freno definitivo a la corrupción y no puede dejarla pasar con simples excusas económicas de corto plazo. Alguna vez debemos pensar en el largo plazo y advertir que no tendremos futuro si no se encara con seriedad y eficacia una verdadera lucha contra la corrupción y si sus principales responsables no terminan en la cárcel.
La tan esperada inversión genuina, aquella que asume riesgos, solo llegará a la Argentina cuando podamos demostrar que el cáncer de la corrupción pública ha sido erradicado, al igual que las cartelizaciones de obras públicas, y se pueda competir con reglas transparentes y previsibles.
Fuente: La Nación
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